Jacques Sagot, un gran escritor, un gran pianista y, sobre todos, un gran Hombre.

Página quince: Envejecer.

La vejez es un fenómeno aferente, centrípeto, algo que nos llega desde afuera, un sambenito que nos cuelgan. Está en la mirada, sí, en esa mirada de los demás donde Sartre creía ver la definición misma del infierno. No es un hecho endógeno, sino exógeno, nos la ponen en la frente cual una calcomanía, o nos la cuelgan de las solapas cual un marbete o etiqueta.

Podemos tratar de sacudírnosla de encima, pero la empresa es vana. Todos vivimos en la mirada de los demás, son ellos quienes nos dan el ser, pero, por supuesto, estamos capacitados para ignorar este hecho y seguir adelante con nuestras vidas. Compadezco a las personas que viven obsesas con la mirada de la alteridad, que le confieren tanto poder en sus vidas que viven del “qué dirán”, porque esas van a sufrir atrozmente con el advenimiento, a paso silencioso de felino sobre alfombra aterciopelada, de la vejez.

Es la sociedad —en particular los millennials, que se toman a sí mismos como el pináculo y el terminus ad quem de la evolución humana— la que nos endorsa el gafete de viejos. Un buen día, empezamos a ser tratados con la deferente y considerada atención que se le prodiga a los viejos, o bien, con el desdén e insolencia con que se les trata (no sé cuál de las dos opciones sea la peor), y ahí mismo cobramos conciencia de que a los ojos del mundo (¡no a los nuestros, que probablemente nos sentimos tan energéticos y vitales como siempre!) formamos ya parte de la casta de los ancianos de la tribu.

Para el hombre, hay un signo inequívoco de este proceso de democión social: cuando mira en derredor, y descubre que todas las mujeres que reconoce bellas y atractivas podrían ser sus hijas, cuando no sus nietas. Ese es un momento amargo, si jamás lo hubo, en la vida de cualquier hombre. Un sismo de magnitud 9,5 en su autoestima, en su sistema hormonal, en su libido sentiendi (Pascal). Toda mirada, toda sonrisa, toda galantería que el pobre hombre ensaye será en lo sucesivo mirada con suspicacia. Hemos entrado en la jaula del espécimen conocido como “viejo verde”, de parque jurásico.

Nuevas ofertas. Durante mis frívolas mocedades, era frecuente que recibiera publicidad de agencias de viajes, de giras turísticas a Europa, de planes vacacionales, de cruceros por el Caribe. Pero, ¡ay!, no olvidemos que todos estamos siendo vigilados por el torvo ojo vigilante y panóptico de la mercadotecnia. Ahora solo recibo brochures de servicios de pompas fúnebres, de casas funerarias y, ¡horror de horrores!, de servicios de cremación, “diseñados para gente distinguida, así como usted, señor Sagot”.

¡Cielo santo, tal parece que las personas pueden ser incineradas de manera más o menos placentera según su nivel de “distinción”! La oferta me fue hecha mediante una llamada telefónica. Mandé al diablo a la vendedora, la acusé de vampirismo, necrofilia, tanatofilia, piromanía, parafilia, tafefilia y gerontofilia. Procedió, antes bien, a ofrecerme «promociones con descuentos y planes de pago en cómodas mensualidades, además de servicios de inhumación en camposantos (omitió sagazmente la malsonante palabra “cementerios”) asociados a su empresa. Ahí fue cuando apagué el teléfono y adscribí al viejo proverbio español: “Cada vez que pienso que me tengo que morir, me echo a la vera del camino y no me canso de dormir”.

Otra experiencia: mineralizándome en una estática y larga fila de un Ebáis, el señor que iba de primero me reconoció, se aproximó a mí y amablemente me dijo: “Don Jacques, usted debería ir en mi lugar, por favor, pase adelante, los ciudadanos de oro tienen derecho a ir de primeros, ¿lo sabía usted?”. A lo cual contesté, enternecido, genuinamente conmovido: “Sí, señor, pero yo todavía no soy de oro… si acaso de zinc. No tengo 65 años, sino al revés, 56. Cuestión de una simple permutación”. Como el señor se prodigara en disculpas, acongojadísimo por lo que sintió que era un faux pas, me apresuré a tranquilizarlo y a asegurarle que nada de lo que tuviese que ver con mi edad me ofendía (lo cual es rigurosamente cierto).

Una anécdota más: comprando una noche mi diaria ración de deliciosas, bien condimentadas y aliñadas medicinas en una farmacia de San José, la muchacha que me atendía me dijo, con radiante sonrisa: “Le voy a aplicar el descuento de la tercera edad, don Jacques, de modo que no le va a salir tan caro”. Reí, y le dije: “Amiguita, yo estoy en los 56, no en los 65. Ha fallado usted por nueve años”. Se ruborizó, comenzó a sudar, y visiblemente acongojada se desmaterializó en disculpas. Por supuesto, la tranquilicé, le dije que su error de apreciación no me irritaba o indignaba en lo absoluto, pagué, recogí mis medicinas y procedí a hacer mutis discretamente por el foro.

De estas historietas han pasado ya dos años: cumplo 58 años precisamente el 15 de setiembre. Así que ya me voy acercando a la cifra fatídica, en la que los ciudadanos están en el deber de ayudarlo a uno a cruzar la calle, y cualquier galanteo erótico será percibido como una abyección, una monstruosidad, una vileza, la peor de las ruindades. Pero nada de eso importa, yo no galanteo con nadie. Nunca lo he hecho, y no será a los 58 años que comience a cultivar tan deplorable vicio.

De estas historietas han pasado ya dos años: cumplo 58 años precisamente el 15 de setiembre. Así que ya me voy acercando a la cifra fatídica, en la que los ciudadanos están en el deber de ayudarlo a uno a cruzar la calle, y cualquier galanteo erótico será percibido como una abyección, una monstruosidad, una vileza, la peor de las ruindades. Pero nada de eso importa, yo no galanteo con nadie. Nunca lo he hecho, y no será a los 58 años que comience a cultivar tan deplorable vicio.

Etiqueta de la vida. La vejez es uno más de los roles, de las máscaras, de los atuendos que los demás nos endilgan, para manipularnos más fácilmente en ese caótico escenario que es el theatrum mundi. La mirada que se le prodiga al anciano es ora compasiva, ora completamente despectiva, ora descalificatoria. Los viejos deben representar su papel de viejos en la sociedad, y castigados serán aquellos que persistan en interpretar a Hamlet, cuando ya el mundo los ve como el rey Lear.

Sí, a la sociedad le gusta colgarnos etiquetas, es una manera de cosificarnos, de reducirnos, una suerte de perversa taxonomía social. Pero los seres humanos son irreductibles, hay viejos que tienen el vigor intelectual de un quinceañero y jóvenes cuya actitud ante la vida sería propia de un anciano decrépito. En suma, lo que determina la verdadera juventud y la verdadera vejez es la edad de nuestro espíritu. Mientras haya hambre de aprender, capacidad para indignarnos, curiosidad, sueños, proyectos, cosas que nos ilusionen, voluntad para militancias diversas, maleabilidad y elasticidad del criterio (no fosilizarnos en actitudes psicorrígidas), las tres formas del deseo de que hablaba Pascal (libido sciendi: apetito de conocimiento; libido sentiendi: apetito de sensaciones; y libido dominandi: apetito de poder), podemos tenernos por jóvenes.

Decía Ortega y Gasset: “Hay personas que, después de cierta edad, dejan de aprender. A partir de ese momento se dedican a vivir de la grasa intelectual acumulada en el bajo vientre de su espíritu”. Aprender es el mejor antídoto contra la vejez. Celebro mis 58 años de edad. Igual celebraría los 100, si me tocase alcanzar esas remotas riberas del porvenir. He vivido bien, con dignidad, “sembrando a todos los vientos” (Larousse), dándome a mí mismo al compartir mi música, mi literatura y mi conocimiento con todo el mundo… Ha sido una vida feliz, una vida de dación, de servicio… podría morir mañana mismo, mi conciencia es una paloma ebria de firmamento.

El autor es pianista y escritor.