Jacques Sagot, un gran escritor, un gran pianista y, sobre todos, un gran Hombre.

Página quince: Envejecer.

El matrimonio civil occidental es una farragosa y obsoleta institución creada por juristas romanos durante el tercer siglo de nuestra era.

Esos jurisconsultos tenían tanta relación con nuestro mundo como un scutum y una jabalina con una ojiva nuclear. El único propósito del matrimonio era asegurar los derechos de sucesión de las fortunas paternas, esto es, de los patrimonios, de manera tal que propiedades, esclavos y dinero quedaran siempre en la misma estirpe, en el mismo linaje, y que las dinastías preservaran transgeneracionalmente su hegemonía social. That’s all, and nothing more, habría graznado el cuervo de Poe.

El 70 % de los matrimonios terminan en divorcio. Es un hecho estadístico, una realidad factual, fácilmente verificable. Ahora quiero proponerles una metáfora. Imaginen que una pareja llega una tarde al aeropuerto JFK de Nueva York y piden dos boletos para viajar esa misma noche a París. En la recepción les dicen: “Señor y señora, yo con todo gusto les vendo los boletos. Siento, sin embargo, que es mi obligación advertirles de que el setenta por ciento de nuestros vuelos transcontinentales jamás llegan a su destino, los aviones se desploman en algún lugar del insondable océano, y ni los menores escombros de las naves son jamás hallados. Ahora, si ustedes aceptan este coeficiente de riesgo, con todo gusto les vendo los tiquetes”.

La pareja lo piensa por espacio de un nanosegundo, se miran a los ojos, sonríen y compran los boletos. ¿Por qué? Porque eso que llamamos “estadísticas” es cosa que solo les sucede a los mediocres, ¿no es cierto? Jamás a personas especiales y bendecidas como ellos. Y abordan el avión.

El avión cae. A 40.000 pies de altura y volando a una velocidad de crucero de 900 kilómetros por hora, un avión dura aproximadamente cuatro agonizantes, vertiginosos, eternos minutos cayendo a tierra, y ello succionado por varias gravedades de peso, puesto que el armatoste va repleto de valijas y gasolina, y habrá vendido hasta los inodoros para que en ellos se alojen algunos pasajeros.

Pero lo que me preocupa no son estos infortunados, ilusos optimistas que se creyeron diferentes del resto de la humanidad. Su martirio, repito, no habrá durado más de cuatro minutos, y es harto posible que, dada la velocidad de la caída libre en barrena, hayan perdido el conocimiento o sufrido un paro cardíaco mucho antes de que el aparato se hiciera trizas sobre el océano de alquitrán.

Pienso en el 30 % de los que logran llegar a París. Esos despiertan una muy diferente gama de inquietudes. Que arribaran juntos a su destino no quiere decir que hayan tenido un buen viaje. Lo más frecuente es que la nave sufra problemas de descompresión, se aventure imprudentemente en cúmulos nimbos y tormentas eléctricas, que las turbulencias la hayan zarandeado como un papalote en medio de un huracán de magnitud 5, que una turbina haya explotado en pleno vuelo, que tuvieran que hacer una parada de emergencia en el Ártico, que el tren de aterrizaje no se haya desplegado, que el altímetro y el barómetro hayan dado coordenadas incorrectas a los pilotos, que los aeromozos se hayan desmayado, que una ala se haya incendiado en el descenso, que los compartimentos de valijas se hayan abierto y bombardeado a los pasajeros con toda suerte de objetos flotantes, que todas las ocho horas entre Nueva York y París hayan sido un aquelarre infernal, con gente chillando de terror y queriendo arrojarse al vacío por las puertas de emergencias. Y si aterrizaron en París pueden considerarse bienaventurados integrantes de ese 30 % de aviones que llegan a su destino.

Ese 30 % de las parejas que no se divorcian debe ser examinado. ¿Por qué siguen juntos? ¿Por miedo a tener que enfrentar la senectud y la muerte solos? ¿Porque a fin de cuentas es más práctico y razonable seguir juntos que enmaromarse en las agobiantes redes judiciales de un divorcio? ¿En virtud de sórdidos convenios de mutua agresión activa o pasiva a los que se han hecho adictos y sin lo cual ya no sabrían vivir? ¿Por miedo al juicio de la sociedad? ¿Para honrar siniestros pactos de convivencia, según los cuales una de las partes se hace la sorda y la otra se abandona a la más desenfrenada promiscuidad?

¿En qué retorcidas, tóxicas, patológicas, mórbidas condiciones de coexistencia sigue por la vida ese 30 % de los que no murieron en altamar? Eso es lo que más me preocupa. La estadística del 30 % de “éxito” podría no ser tal: acaso siguen juntos por una mera relación de contigüidad, como una licuadora al lado de un horno de microondas.

Por fuerza de esa segunda naturaleza del ser humano que se llama “costumbre” o “habitualidad”; cierto, no hay en ellas un átomo de poesía o ternura, pero son tremendamente potentes, agentes que estructuran el tiempo de las vidas, y a los humanos nos cuesta mucho vivir sin estructuras.

Otro concepto de amor y pasión. Lo dijo Montaigne, allá cuando escribía sus inmortales ensayos, más vigentes que el día en que salieron de su pluma: el matrimonio consumado por amor y pasión es una locura, un disparate, un acto de vesania. ¿Por qué? Porque eso que llamamos amor y pasión son, en primer lugar, cantidades agotables y, en segundo, una base demasiado sísmica, demasiado lábil, demasiado resbalosa, demasiado fluctuante, demasiado inestable como para erigir sobre ella el pesadísimo edificio de un matrimonio y una familia.

Montaigne propugnaba algo que —ya lo sé, va a ganarse las rechiflas de los lectores—, pero que no es en modo alguno descabellado. Para él era mil veces más importante unir las vidas de gente que pudiesen cultivar el arte de la conversación sobre temas de interés común, donde hubiese amistad, cariño, confianza, mutuo apoyo, solidaridad, pero no demasiadas hormonas, no demasiada adrenalina, no demasiada oxitocina, no demasiadas endorfinas.

No podemos construir el Empire State Building sobre un charco de secreciones glandulares, sobre una marisma de hormonas; sería la receta perfecta para el fracaso.

Por supuesto, esta tesis no va a tener arraigo en una cultura como la nuestra, que ha hecho del sexo “caliente”, de las pasiones piroclásticas, de los amores huracanados, de la transgresión, del affaire oficinesco, de la infidelidad, de las vorágines emocionales, de los maelstroms de deseo carnal una de las más cotizadas vivencias de nuestro mercado erótico.

Es parte de la forma en que nuestra sociedad ferozmente consumista y anarcocapitalista ha mercantilizado las relaciones humanas. Venden las pasiones fugaces, el sexo espadachinesco y aventurero, al adulterio, la noción de amante (desglamoricémoslo y llamémoslo chulo y chula, querido y querida, cabro y cabra, traidor y traidora, adúltero y adúltera, promiscuo y promiscua, farsante, querendengue”… la sinonimia es profusa).

Y es así como, con solo cambiar la deliciosamente sulfurosa noción de amante (como el de lady Chatterley en la novela de D. H. Lawrence) por la de cabro, se esfuma de inmediato la magia, el exquisito picor de lo prohibido se derrite, y nos quedamos en las manos con la realidad monda y lironda, en toda su odiosa, pestífera desnudez.

No se dejen hipnotizar por el canto de medusa de las palabras. Un affaire en una relación estable no es otra cosa que guarrería, traición, deslealtad, abandono infantil a las más primitivas pulsiones sexuales. Enkrateia (temperancia, control, comedimiento) y sophrosyne (madurez, discernimiento, lucidez, ponderación). Volvamos a Platón, amigos y amigas, y con ello recobraremos el juicio. ¡Ah, sí, y de vez en cuando échenle un ojillo a Montaigne. Ese también sabía pensar!

El autor es pianista y escritor.