Jacques Sagot, un gran escritor, un gran pianista y, sobre todos, un gran Hombre.

Página quince: Cosas que no se olvidan.

Fue una frase proferida por un periodista al final de una edición televisiva de noticias, previa a la transmisión en directo de las corridas de toros de Zapote. Dijo: «Quédese con nosotros, que ahora mismo nos vamos para la plaza de toros de Zapote. Y recuerden: estos muchachos que torean en el redondel arriesgan sus vidas para que usted se divierta».

Claro, tal manifestación me hundió en el horror. Me la repetía con tristeza. Con desaliento. Con hondísima decepción al ver eso en lo que Costa Rica se ha ido convirtiendo bajo el efecto sinérgico de una educación mucho peor que deficiente, de la ignorancia, de la erosión de lo esencial humano en nosotros.

¿Cómo podría yo querer que un pobre muchacho arriesgue su vida para que yo me divierta? ¿Soy yo acaso Herodes, Nerón, Julio César? Y esos pobres chavales que entran a rodar entre el fango, el estiércol, los orines y la sangre de los heridos, ¿cómo deberían saludarme al entrar al magno recinto? «Ave, Caesar, morituri te salutant?».

¿Dimensionan ustedes el horror implícito en esta concepción del espectáculo y la diversión? Pero el locutor de noticias, con gran sonrisa irradiando desde el fondo de la pantalla, enfatizaba una y otra vez que aquellos mozos arriesgarían su vida con el único propósito de que yo me divirtiese. Monstruoso. Abyecto. Vergonzoso. Degradante. Lo propio de las comunidades en pleno declive axiológico, ético. Un horror de deontología periodística y humana, sí.

¿Cómo puede un comunicador anunciar como acto de grandísimo interés el que una serie de muchachos arriesguen sus vidas para mi entretenimiento? Esto es un crimen de lesa humanidad, es una violación a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a la moral kantiana, esa en la que todo hombre debe ser concebido como un fin en sí mismo y no como un instrumento para los otros. Si uno de ellos muriese atropellado entre la boñiga, el barro, las babas, la sangre y los orines del toro, y yo derivase de ello una gran satisfacción, yo no podría ser sino un psicópata, un asesino potencial, un sádico, un enfermo, sin duda, afecto de numerosas y tenebrosas parafilias.

Otro tanto sentí cuando hicieron entrar al recinto a un grupo de personas de talla baja para que enfrentasen a un cuadrúpedo proporcional a su estatura.

Trato más humano. Vean el cuadro de Velázquez El bufón el Primo (antiguamente conocido como El bufón don Sebastián de Morra). Es una persona pequeña, cierto (lo vemos sobre todo en la longitud de las piernas, pintadas en escorzo por Velázquez), pero es un hombre apuesto, garrido, lleno de donaire y de su semblante y su suntuoso atuendo dimanan una profunda, irreductible dignidad. Es, a su manera, un hombre bello. Pues parece mentira que en Costa Rica la gente de talla baja no tenga el derecho a ser tratada con dignidad, derecho que ya en España habían logrado en 1645 (fecha del retrato).

No. Yo ni nadie vería al Primo rodando en los escupitajos, el sudor, el fango, la sangre, los orines, el sudor de una manga de atorrantes y sus cuadrúpedos no muy diferentes de ellos, pues no pocos son los que salen caminando de cuatro patas de ese infierno. Todo esto es tan abyecto, tan enfermizo, tan mórbido, tan repugnante, que no puede uno menos que colegir el nivel de vesania colectiva de la nación que lo permite, que lo promociona y aplaude.

Así, pues, después de milenios de ser objeto de burla y encarnación de todo lo siniestro, después de Rigoletto, Hop-Frog, Gianciotto Malatesta, los siete enanos de Blancanieves, que no eran las encantadoras figuritas de Walt Disney, sino una familia de niños desnutridos y afectos de progeria: trabajaban en minería, envejecían y morían a ojos vistas (los hermanos Grimm transformaron la historia en un cuento de hadas), de Alberich, Advari y los nibelungos, Piccolino, Tattoo, Rosito y mil más, resulta que las personas de talla baja no han todavía logrado emanciparse de su rol de sempiternos bufones, siempre al servicio de los poderosos, parte del entourage de la corte… y ahora ruedan sobre un suampo para las delicias de una turbamulta de crueles, inmisericordes y chuscos espectadores.

Merecemos sanción. ¡Y esa es Costa Rica! Y recuerden: todo ello es para nuestro solaz, nosotros, seres privilegiados, que perversamente secretamos ríos de adrenalina cada vez que una bestia embiste, pisotea, llaga, desnuda y malquiebra a uno de ellos. Tal tipo de barbarie sería en rigor denunciable ante la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y podría acarrearnos sanciones.

Ya me he referido a esto en anteriores textos. Y seguiré haciéndolo. El espíritu de estas bacanales de la violencia, donde la vida humana es expuesta para el regocijo de una manga de sádicos, está profundamente reñida con todo lo que el costarricense representa. Con su espíritu de paz. Con su adhesión al orden civil. Con su apego a la no violencia. Con su cultura del respeto a la integridad psicofísica de todo ciudadano.

Esto no sucedería en una patria noble, donde blanca y pura descansa la paz. Quienes participan u organizan estas saturnales de la muerte no son labriegos sencillos y su gestión no enrojece del hombre la faz. Esta no es una lucha tenaz de fecunda labor y no nos cubre de eterno prestigio, estima y honor.

Antes bien, nos degrada a ojos del mundo. Esto ciertamente mancha la gloria de la patria, y no veo a hombre alguno «valiente y viril» dispuesto a la tosca herramienta en arma trocar. Esto no es lo que daría a sus hijos una tierra gentil, una madre de amor. Esto no es lo que produce nuestro pródigo suelo, no tiene nada de dulce abrigo y sustento, y no es lo que imaginaríamos que ocurre bajo el límpido azul de nuestro cielo. No es tampoco un homenaje al trabajo y la paz.

Se trata de una flagrante traición a la patria, a sus valores fundamentales y fundamentantes. ¿Que es rentable? Seguramente. Ya lo creo que sí. El costarricense paga para encanallarse, plebeyizarse. No, nada ganarán con limitarse a decretar que «Jacques Sagot es un viejo amargado, pesado, creído, europeizante, elitista, que desprecia al vulgus pecum».

Tengo cuarenta años de oír esa maravillosa sinfonía de denuestos. A estas alturas podría hasta ponerles música y hacer con ellos una bella canción. Presumamos que fueran ciertos: yo sería, así pues, todas esas cosas. ¿Cambiaría por ello el diagnóstico básico, elemental, primario, que emito de mi sociedad? ¿Estoy leyendo mal la realidad nacional? ¿Han comenzado a disfuncionar mis sentidos?

Lo que aquí denuncio, ¿es en realidad un espectáculo sublime, glorioso, espiritualmente enriquecedor, culturalmente nutritivo, algo que va a hacer de nosotros mejores seres humanos? ¿Estamos en presencia del místico preludio para cuerdas de Parsifal (la búsqueda del santo grial) de Wagner, de la Missa solemnis de Beethoven, del Ballet Bolshói, del Cirque du Soleil, de la develación de un hasta ahora ignoto mural de Picasso, complementario del Guernica, o de una representación de El rey Lear de Shakespeare?

Si tal es el caso, pues me disculpo, retiro lo dicho, me trago mis palabras y hago un discreto mutis por el foro. Tal vez me equivoco y es preciso considerar esa posibilidad: ningún pensador serio dejaría de hacerlo y, si se descubre errado, pues procede prodiga las disculpas del caso. Es una ceremonia que he oficiado cien veces en mi vida, que nunca me he arrepentido de hacer y de la que siempre salgo sintiéndome más alto, más fuerte y más puro. Pero también podría ser que tenga razón…

jacqsagot@gmail.com

El autor es pianista y escritor.