Jacques Sagot, un gran escritor, un gran pianista y, sobre todos, un gran Hombre.

Página quince: La polimorfa, insidiosa, pestilente corrupción.

La corrupción comienza cuando se hace de la política un método de enriquecimiento. Ya ese mero acto es despreciable y ruin. La política como ciencia del poder y el quehacer político como arte deben ser asumidos a la manera de un apostolado.

Demandan vocaciones de servicio (y les recuerdo la etimología de la palabra vocación: llamado). Un político es un hombre o una mujer devorados por la obsesión de servir a su país (a la polis de los griegos), de servir con vehemente, inclaudicable fervor. La política es un fervor, sí, una devoción, y proviene mucho más del corazón que de la inteligencia.

El propio Napoleón Bonaparte le dio la prioridad al sentir por encima del intelecto. Para él, el sentimiento y la emoción eran más importantes que la razón pura. «Soy esclavo de mi manera de sentir y obrar, pues ubico el corazón muy por encima de la inteligencia», decía. Y, en efecto, las campañas napoleónicas fueron las últimas guerras «románticas» en la historia del mundo. Es un adjetivo un poco heterodoxo para calificar una guerra, pero tengo mis razones para usarlo.

El pegabanderas (espécimen que tiende a proliferar en nuestras latitudes políticas) y pretende ser compensado por ello con algún confite de la piñata política es un corrupto. Todo aquel que paga para llegar, llega para cobrar: tómenlo como un axioma cartesiano.

No hay más que una razón verdadera para librar la lid política: usar el poder como herramienta al servicio de los demás. Desprestigiada y vapuleada como está, la política es en realidad una de las más puras formas del altruismo. Por supuesto que el político busca copar el poder, porque sin él no podría servir en la masiva escala en que anhela hacerlo. Así que la política es, en efecto, una pugna por el poder, pero un poder enteramente abocado al servicio público.

Tomado de la biología. Nuestra política es un pantano, un marasmo, una ciénaga en la que miles de bacterias operan la descomposición de la vida orgánica y genera la pestilencia. Recuerden, amigos, que el término corrupción está tomado de la biología. Es en realidad una metáfora y, para ser más exacto, el tipo de metáfora que conocemos como catacresis, esto es, una figura literaria que a fuerza de su uso se ha lexicalizado, y se emplea ya sin intención poética, sin ni siquiera la consciencia de que se trata de una metáfora.

Otros ejemplos: el cuello de una botella, el ojo de la cerradura, los dientes de la llave. Pero conviene no perder de vista que al hablar de corrupción política hablamos de mortandad, de putrefacción, de infección, de tumescencia. Corrupción es el término que utilizamos al exhumar un cadáver con diez días de inhumación. Reparen, así pues, en la tremenda fuerza de esta catacresis, trivializada por su uso y abuso.

La pregunta es: ¿Debe aquel que pretenda sanear la corrupción arremangarse la blusa y los ruedos de los pantalones, y meterse a chapotear en la marisma? Porque suele suceder —no lo perdamos de vista— que en medio del pantano suelen brotar lirios y nenúfares de blancura inmaculada y arrobadora fragancia, que buscan verticales el sol y el firmamento. Es preciso sacarlos del paradójicamente abyecto medio que les dio alimento.

Soy hijo de un país corrupto. No tengo otra forma de decirlo. No existe otra forma de decirlo. Las perífrasis y lítotes son, en este caso, maneras cosmetizadas de expresar la misma realidad. Nunca, en mis 58 años de vida, ha pasado un año en nuestro país sin que uno o varios escándalos políticos sacudan la opinión pública (cosa que alguna vez preocupó a los corruptos, y de la cual ríen hoy a mandíbula batiente).

Porque el corrupto moderno, el de reciente data, es además un cínico y un sinvergüenza. Ha encontrado y ensayado la manera de bloquear las masivas descargas de adrenalina que nos ensanchan y colorean los capilares del rostro, y producen eso que se llamaba rubor. Son, el sentido literal del término, unos sin-vergüenzas.

Deshonor. El funcionario de antaño se ruborizaba ante la menor afrenta a su honor, y muchos fueron los duelos a pistola celebrados en la Sabana en nombre de este valor, hoy completamente obsoleto: el honor.

Los valores morales fluctúan en una especie de Wall Street axiológico: algunos bajan, otros suben, según un modelo estrictamente bursátil. El valor cultura está a la baja, el valor operatividad, en alza. El valor honor está a la baja, el antivalor cinismo, en alza. El valor dignidad está a la baja, el antivalor desfachatez, en alza. Como decía Ricardo Jiménez Oreamuno: «El escándalo pasa y la platita queda en casa»,

Hay dos tipos de corrupción: la activa y la pasiva. En la primera, yo planeo y ejecuto con método y frialdad una estafa multimillonaria. En la segunda, me limito a llegar tarde a mi trabajo, en perder el tiempo, en ver en el monitor el último partido del Real Madrid o, quizás, pornografía, o acaso me dedique a mandar cartas a gentes que no tienen absolutamente nada que ver con la función que estoy llamado a desempeñar.

En este caso, estafo al Estado: siempre será más fácil estafar al Estado. Es como Dios, que de tanto querer serlo todo termina evaporándose en su grandeza, no tiene cara, no tiene nombre, es una mera abstracción. Por supuesto, es menos difícil estafar a una abstracción que a una viejita a la que conozco y cuyos ahorros de toda una vida escamoteé. La corrupción pasiva es la norma en el sector público. En el sector privado es bastante más fiscalizada, pero también es practicada por grandes virtuosos de la evasión mental o física del trabajo.

Es impresionante constatar como los peores vicios de la corrupción activa estaban ya perfectamente contemplados en el Código de Hammurabi, escrito 1.750 años antes de Cristo. Se trata de 282 leyes, cuyo basamento ético es la ley del talión. Todas comienzan con la conjunción si, e introducen un complemento circunstancial de condición.

Si un hombre acusa a otro de robo, pero no puede aportar las pruebas necesarias, el acusador es castigado con la muerte; si un hombre acusa a otro de brujería, este será sometido a una ordalía: los jueces lo lanzarán a un río caudaloso. Si logra salir nadando y limpiado por las aguas, su acusador será ejecutado y su hacienda le será dada al acusado. De ahí vienen expresiones como «obtener ese documento fue una ordalía burocrática» (esto es, una saga, una epopeya).

Las doce tablas del derecho romano también hacen alusión a la corrupción, en la undécima y la duodécima tabla, las llamadas tabulae iniquae (de donde procede la palabra iniquidad). «Un juez que dicta sentencia bajo soborno será castigado con la muerte», entre muchos otros ejemplos. La tabla undécima es particularmente severa.

Lo curioso es ver que en estas normativas arcaicas ya encontramos esbozados crímenes como el prevaricato, el peculado, el fraude, el soborno, la extorsión, el tráfico de influencias, la evasión fiscal, el nepotismo, el compadrazgo, el lavado, la cooptación, el narcotráfico, la prostitución ilegal, el caciquismo, la malversación de fondos y muchas otras lindezas de esta estofa (aunque, por supuesto, se les designa con otros nombres).

¡Ah, amigos, la historia de la corrupción es tan vieja como el ser humano! Y pensar que pululan los políticos que cuatrienalmente se comprometen a acabar con ella… ¡Terminar en cuatro años con una práctica que nos viene de hace doce milenios, esto es, desde el Neolítico superior!

Ya el mero hecho de anunciar con fanfarrias una empresa tan colosal es un acto de corrupción, es una mentira, es demagogia, es un chorro de humo. Platón decía: «Hemos de ser muy desconfiados, muy suspicaces con los hombres que se muestran demasiado impacientes y obsesionados con ocupar cargos políticos, porque gobernar una polis es un trabajo tan arduo, tan difícil, que solo los locos podrían codiciarlo».

El autor es pianista y escritor.