Por Franco Cerutti
Ah, la mediana edad. Esa gloriosa etapa donde la sabiduría debería ser la principal divisa, pero para algunas, la obsesión por la juventud perenne y la validación virtual se convierte en un inquietante mantra diario. Navegando por las procelosas aguas de las redes sociales, uno se topa, casi a diario, con un espécimen particularmente… interesante: la mujer que ha descubierto tardíamente las bondades del gimnasio y, sobre todo, el poder de su retaguardia.
Su jornada digital comienza, invariablemente, con un video cuidadosamente editado en el templo del músculo. Allí está ella, enfundada en licras de colores estridentes que desafían las leyes de la armonía visual, realizando sentadillas con una técnica cuestionable pero una dedicación innegable a mostrar «el progreso». La cámara, estratégicamente ubicada a la altura del suelo, hace que cada repetición parezca un homenaje hiperbólico a la gravedad y, por supuesto, a sus glúteos, los verdaderos protagonistas de esta saga digital. Cada ángulo, cada flexión, clama silenciosamente por la aprobación masiva, por ese ejército de «me gusta» que alimentan su ego recién descubierto.
Uno podría pensar que tal despliegue de esfuerzo físico merecería un descanso, una pausa para recuperar el aliento y quizás reflexionar sobre la importancia de una buena postura. ¡Ingenuo mortal! La musa de mediana edad tiene otros planes, una segunda parte en su sinfonía narcisista que roza lo performático.
De repente, el escenario cambia. El sudor y las pesas dan paso a la soledad de su salón, presumiblemente insonorizado para evitar el pánico vecinal. La vemos ahora, enfrascada en una danza extática, un baile liberador que, en su mente, irradia sensualidad y desinhibición. Sin embargo, el resultado es a menudo desconcertante. Los movimientos espasmódicos, los brazos ondeando al aire con una gracia comparable a la de un espantapájaros en un huracán, y las «expresiones sexys» que se traducen en muecas faciales dignas de un meme de terror, nos hacen cuestionar si realmente estamos presenciando un acto de empoderamiento o una involuntaria parodia de sí misma.
Los ojos entrecerrados, los labios fruncidos en un intento de emular a una estrella de cine de los años 80, la lengua asomando tímidamente como una lombriz curiosa… todo contribuye a un espectáculo que oscila entre la hilaridad involuntaria y la genuina preocupación por su bienestar emocional. Y la música, ¡ay, la música! Generalmente un reguetón genérico o un éxito pop descafeinado, cuyo ritmo machacón contrasta cómicamente con la falta de coordinación de la bailarina solitaria.
Uno se pregunta qué impulsa esta necesidad de exhibición constante. ¿Es la búsqueda desesperada de una juventud perdida? ¿La necesidad de sentirse vista y deseada en un mundo que a menudo parece invisibilizar a las mujeres de cierta edad? ¿O quizás simplemente una incomprensible adicción a la dopamina que generan las notificaciones y los comentarios halagadores (aunque a menudo condescendientes)?
Sea cual sea la razón, este fenómeno de las «influencers» de glúteo y baile solitario nos ofrece una ventana fascinante (y a veces perturbadora) a la psique humana en la era digital. Nos recuerda, con una ironía punzante, que la búsqueda de la autenticidad en las redes sociales puede llevarnos por caminos inesperados y, a menudo, ridículamente divertidos. Y mientras tanto, nosotros, los espectadores silenciosos, seguimos deslizando la pantalla, preguntándonos qué nueva joya de egolatría digital nos deparará el próximo post.

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